UN PAÍS ENCARCELADO
Por: Jorge Humberto Botero
La pandemia, que aún no hemos superado, nos deja, por el momento, un legado aterrador: más de dos millones de personas, que habían salido de la pobreza, han regresado a ella. Cerca de tres millones, que eran pobres, se encuentran en situación de indigencia. La población joven que no estudia ni trabaja supera los dos millones. Esta es la magnitud del problema social que enfrentamos. Recuperar la actividad económica es la condición necesaria para que haya empleos para unos y, para otros, apoyos estatales que se financian con impuestos. A pesar de sus errores comunicacionales, exceso de ambición, y algunos problemas de diseño, la malograda reforma tributaria proponía la más ambiciosa agenda social que hayamos imaginado y mecanismos progresivos para financiarla.
Cuando nos preparábamos para abrir a plenitud la economía, una mezcla de bloqueos, actos vandálicos y terrorismo, que desbordan el derecho a la protesta, nos han paralizado. Hasta ahora el gobierno no ha logrado restituir la normalidad; justamente por ello ha decidido incrementar el apoyo militar a las tareas que debe adelantar la policía. En el decreto recién expedido se pone de presente, con sólidos fundamentos jurídicos, que no hay derechos absolutos; que el derecho a protestar encuentra un dique en los de movilidad y trabajo. Y que la Carta Política impone al presidente la tarea de preservar el orden público.
Aún no sabemos si con estos apoyos castrenses, a lo que lamentablemente ha sido menester acudir, podremos recuperar la tranquilidad social. No para olvidarnos de la problemática subyacente en las protestas sino para afrontarla con posibilidades de éxito. Y porque la violencia contra las personas, aún si es legítima, cuando la ejercen el Estado o por particulares en defensa propia, es, en sí misma, un mal.
Inquieta el comunicado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que pronto nos visitará. Allí expresa su preocupación, por la crisis que afronta Colombia, y condena las violaciones de derechos humanos cometidas durante las protestas. Luego “urge al Estado a respetar los más altos estándares en cuanto a la libertad de expresión, uso de la fuerza y debida diligencia”. Hasta aquí nada que objetar. Pero sí cuando añade “que en al menos 1.038 manifestaciones se habrían presentado casos de fallecimientos, desapariciones, personas heridas y agresiones sexuales como consecuencia del uso desproporcionado e ilegítimo de la fuerza”. ¿Cómo obtuvo esa certeza? Es preciso aceptar que la capacidad de los comisionados como investigadores forenses -que no lo son- supera la de Egan Bernal pedaleando en su bicicleta. En cuestión de días formularon imputaciones que a nuestra Fiscalía habrían tomado meses sino años.
No menos desazón causa la admonición a las autoridades para que concierten la creación de corredores humanitarios para atenuar los bloqueos, lo cual implica que los considera conforme a derecho, así haya que negociar excepciones, por ejemplo, para movilizar alimentos y otros bienes básicos. Como consecuencia directa de esas tropelías se han perdido vidas humanas, retardado la distribución de las vacunas y la entrega a los escolares, en muchas partes del país, de sus raciones. Las omisiones del comunicado son, igualmente, notables. Nada se dice sobre los derechos de los no protestantes, los enormes daños causados a la infraestructura, los saqueos y la soterrada participación de poderosos grupos delincuenciales.
Nadie podrá negar la importancia del diálogo social con quienes protestan pacíficamente. Sin embargo, es bueno también detenerse un instante en el alcance de esos diálogos a los cuales muchos quieren darle el alcance de negociaciones vinculantes. Así resulte obvio, recuérdese que las leyes emanan del congreso y que las autoridades gubernamentales no pueden acordar con particulares la agenda pública. Por ese motivo, los acuerdos para resolver pliegos de peticiones y lograr el levantamiento de paros, no crean obligaciones exigibles como las que derivan de un contrato. Su valor es, apenas, político; y a veces, cuando por haber sido suscritos bajo chantaje contienen compromisos incumplibles, son el punto de partida de nuevos pliegos y paros.
Como el gobierno, presionado por las circunstancias, ha aceptado que no se trata de un diálogo con el Comité de Paro sino de una negociación, es necesario considerar dos cuestiones fundamentales: la representatividad de ese organismo y la naturaleza de las peticiones.
Buena parte de los protestantes son jóvenes a los que nadie moviliza salvo su desesperanza y frustración profundas. Las etnias indígenas difieren en sus aspiraciones y han dicho que no se sienten representadas. Los camineros actúan por su cuenta en su propósito de transferir al Estado, o sea al conjunto de la sociedad, los costos de su actividad, incluidos los de reposición de vehículos obsoletos. Los causantes de la asonada en Buenaventura ya tienen su propia mesa. Y en la de los sindicatos hay 28 sectores con 44 representantes.
Asumamos, sin embargo, que en algún momento se comenzará a discutir “El pliego de emergencia”, o sea las aspiraciones mínimas, el cual incluye una renta básica universal equivalente al salario mínimo, que no es financiable (no existe en ninguna parte del mundo); y que, si lo fuera, constituiría un estímulo colosal para construir una sociedad de parásitos. O la no alternancia entre la educación virtual y la presencial, que impuesta por Fecode ha causado un daño irreversible a los niños matriculados en colegios oficiales; en los privados ese esquema ha funcionado bien durante la pandemia. Triste es decirlo: la élite sindical discrimina a los hijos de los pobres.
Los funcionarios internacionales, que con tan noble entusiasmo impulsan esa negociación, algún consejo podrían darnos sobre las exigencias del Comité de Paro. ¿Las recomendarían a sus gobiernos?
Briznas poéticas. Casi sin decir, dice Gustavo Adolfo Garcés: “Me detengo en la página / de la rana / y creo sentir / su sangre fría”.
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